Calidad de vida profesional

¿Cómo pasar de la utopía a los hechos?

Los seres humanos no somos máquinas, que funcionan ininterrumpidamente de 9 a 6. El teletrabajo, corolario de la pandemia, ha desnudado las deficiencias de lo que, por años, considerábamos la normalidad de la vida laboral. Ritmos de vida a los que sobrevivíamos sin ofrecer mucha resistencia, cual si fuese irreal siquiera imaginar que las cosas pudieran ser distintas. Por supuesto que existían tímidos intentos de reclamar un mayor equilibrio entre los ámbitos personal y profesional e incluso iniciativas aisladas de algunas empresas de avanzada que apostaban por semanas laborales de 4 días, o jornadas de 4-6 horas. Pero imaginar que ello llegase a ser la nueva normalidad del trabajo, era algo muy distante… y, de hecho, para muchos aún lo es.

Estos dos años de teletrabajo nos han enseñado que la “normalidad” del trabajo no existe como algo rígido, predefinido. El ser humano define lo “normal”, tomando como criterio su bienestar integral y su óptimo rendimiento profesional. Es imposible que una persona alcance resultados superlativos de forma sostenida si no cuenta con condiciones mínimas para lograrlo (y no solo me refiero a herramientas de trabajo, sino a derechos que algunos osan llamar “beneficios”: seguridad laboral, cobertura de salud, remuneración por horas de trabajo extra, descanso vacacional y semanal, entre otros). Y, por supuesto, políticas a favor de la flexibilidad, ancladas en la accountability y la confianza, que contribuyen en gran medida al logro de una mejor calidad de vida profesional.

La estadística está a favor del cambio. Según un reciente estudio de Stanford Business, el colaborador promedio resultó ser 13% más productivo trabajando a distancia, reportando 68% menos interrupciones que en la oficina. De acuerdo con un reporte de Owl Labs, los trabajadores remotos se sienten 22% más felices, 78% menos estresados y hasta 79% más concentrados, y en el 91% de los casos alegan tener un mayor equilibrio entre los ámbitos personal y profesional. E, incluso, son 13% más leales a sus actuales empresas, mostrando la intención de permanecer 5 años en promedio. ¿A qué se deben tan contundentes cifras?

El secreto está en que, a diferencia de los trabajadores presenciales que están obligados a ser eficientes de 9 a 6 porque luego no cuentan con los equipos de trabajo a la mano para serlo, los híbridos y remotos tienen la posibilidad de construir sus horarios, aprovechando sus picos de energía diarios y sus momentos más productivos según el estilo de actividad a realizar. Recientes hallazgos neurocientíficos han evidenciado una estrecha correlación entre el cronotipo o reloj vital de cada persona, y su capacidad para desempeñarse en una u otra determinada tarea. Existen diversas formas de clasificar a las personas de acuerdo con su cronotipo (bajo el apodo de leones, osos, lobos o delfines, por citar algunos casos), pero, sea como fuese, lo interesante es que no todos rendimos igual en distintos momentos del día, ni tampoco rendimos la misma cantidad de horas… y eso es normal. Lo anormal es encasillar a todos los trabajadores en rígidos horarios de trabajo, y medirlos, peor aún, ni siquiera por objetivos sino por resultados igual de rígidos, forzándolos a sacrificarse a sobrehoras impagas o trajines interminables cuyo desenlace es un trabajador quemado.

Durante años, muchos nos hemos acostumbrado a trabajar, al menos, ocho horas seguidas. Esto no va más. Está en nuestras manos construir la nueva normalidad que soñamos. Estar de brazos cruzados equivale a permitir que, lenta y silenciosamente, los malos hábitos de antes se impongan.

Utopía no es soñar con mejores condiciones de trabajo. Utopía es creer con fe ciega que podemos mantener indefinidamente el statu quo de la vida profesional, sin costo alguno. Tarde o temprano, seremos, irreversiblemente, esclavos de un sistema hecho a medida de los resultados, y en detrimento de la persona. No volvamos a la “normalidad” de ayer. No retrocedamos cuanto hemos avanzado. No esperemos otra pandemia para abrir los ojos…

El valor agregado del coaching antropológico

Constantemente estamos cuestionando diferentes aspectos de nuestras vidas, como por ejemplo: ¿será bueno cambiar de trabajo?, ¿por qué no me alcanza el dinero que gano?, ¿cómo puedo llevar de la mejor manera la conversación que deseo con mi jefe?, ¿será este el momento ideal para tener un hijo?, ¿y si me caso?, ¿me podré mudar para vivir solo?, ¿me conviene invertir en esta capacitación?, ¿cómo puedo administrar mejor mi tiempo?, ¿por qué he terminado pagando la membresía del gimnasio, si nunca voy?

Al compartir estas preguntas con personas de confianza, probablemente descubriremos que, a pesar de la buena voluntad que tengan de ayudarnos, no siempre las soluciones que nos ofrecen aplican a nuestra realidad personal ni nos sirven para lograr un cambio. Y es que, en el fondo, las verdaderas respuestas a estas interrogantes jamás vendrán de fuera, sino desde dentro. Lo que sí, hay personas que pueden ayudarnos a abordar estas preguntas e incluso otras mucho más profundas: los coaches profesionales. Conozcamos a qué se dedican, y por qué son aliados estratégicos fundamentales para desarrollarse y crecer en un escenario post-pandemia.

 

La importancia del coaching en la nueva normalidad

Los desafíos de la nueva normalidad han revalorizado al coaching como respuesta frente a la profunda necesidad humana de crecer, desarrollarnos y superarnos continuamente, para alcanzar nuestro máximo potencial y experimentarnos más contentos con nosotros mismos. La importancia de esta disciplina se ha vuelto indiscutible en un mundo que, en medio de la crisis sanitaria global, detuvo su ritmo vertiginoso por unos cuantos meses, permitiendo a muchas personas saborear, quizá por vez primera, la experiencia de estar a solas consigo mismo y plantearse mil y una preguntas existenciales que, naturalmente, afloran. Y, quizá también por vez primera, la necesidad de contar con una guía en aquel camino de autodescubrimiento y crecimiento.

Crecer hasta lograr la mejor versión de nosotros mismos no es tarea fácil, dado que exige una alta dosis de autoconocimiento y una profunda comprensión antropológica que no todos poseen. La pregunta por la propia identidad no es un problema a resolver, sino un misterio a explorar y, por tanto, es una pregunta siempre abierta. Y de la respuesta a tal pregunta depende, en gran medida, el éxito en las metas de crecimiento que trazamos.

En este sentido, el coaching ofrece la posibilidad de dedicar tiempo a reencontrarse con uno mismo, observarse, reflexionar, tomar conciencia sobre las propias acciones, tomar decisiones desde la propia libertad y establecer una hoja de ruta para lograr los objetivos de crecimiento propuestos, bajo la guía de un profesional dedicado al acompañamiento de personas.

 

¿Para qué tener una sesión de coaching?

Quien ha tenido la oportunidad de participar de una sesión de coaching, comprende que el coach no es un motivador, un consejero, un mentor o un terapeuta, sino más bien un aliado para el logro de objetivos de crecimiento tanto a nivel personal como profesional. A lo largo de la sesión de coaching, el protagonismo lo tiene siempre el coachee (persona acompañada), y no el coach (acompañante): su labor, por tanto, no es indicar qué debe hacer el otro, sino más bien sentar las condiciones necesarias para que aquella persona descubra por sí misma su potencial, sus oportunidades de crecimiento y las acciones que puede realizar para alcanzar su cometido.

Las sesiones de coaching están dirigidas a todo aquel que tenga el propósito de crecer, cambiar perspectivas o reaprender hábitos, para ser más competente en cierto aspecto de su vida personal o profesional y alcanzar su máximo potencial. Debe ser una persona dispuesta a trabajar consigo misma, detenerse para evaluar sus propias limitantes y, por supuesto, comprometerse con el giro de ciento ochenta grados que desea implementar. Como resultado, la persona clarificará sus objetivos, crecerá en conciencia acerca de sus aptitudes y actitudes, y definirá metas y plazos para poner en marcha el crecimiento que desea.

Durante las sesiones, el coach acompaña a través del planteamiento de preguntas, pero no cualquier clase de preguntas sino preguntas poderosas, dirigidas a clarificar objetivos, abrir posibilidades, identificar limitantes y tomar decisiones, invitando a la reflexión y la toma de conciencia para culminar en la elaboración de una hoja de ruta personal, con acciones específicas que permitan el logro de los objetivos de crecimiento trazados. Así, por ejemplo, si alguien plantea que experimenta la necesidad de cambio, el coach podrá preguntar: ¿Qué cambio deseas hacer en tu vida? O, para ayudar a ver la realidad, puede formular: ¿En qué situación te encuentras con respecto a ese cambio? En miras a ayudar a identificar el crecimiento, podría cuestionar: ¿Qué puedes hacer distinto para lograrlo? o ¿qué necesitas para lograrlo? Si lo que se busca es ayudar a liberar el potencial, puede ser útil enunciar: ¿Qué beneficios obtendrías al lograrlo? Y si el fin es incorporar acciones para iniciar o consolidar el crecimiento, podría plantearle: ¿Qué harás para empezar a caminar en dirección a esa meta?, o ¿cómo puedes apoyarte en tu sistema para lograrlo?

 

Yo… ¿coach?

Los coaches no son personas sabias y perfectas, que tienen la vida resuelta, ni tampoco existe un único perfil de coach. Son, principalmente, personas orientadas a las personas, que han aprendido el arte de conectar con el otro para permitirle despertar su potencial. Los coaches, por tanto, pueden tener las profesiones más variopintas y dedicarse incluso a actividades de lo más diversas… pero comparten un skillset o conjunto de habilidades que les permite desempeñarse con maestría en el arte que practican.

Las competencias del coach son distintas de las de otros profesionales, habiendo incluso diferencias entre las ramas del coaching. En el caso del modelo antropológico, el coach desarrolla habilidades fundamentales como la generación de relaciones de confianza; la percepción, afirmación y expansión del potencial de cliente; la escucha comprometida; el procesamiento del presente; la comunicación verbal y no verbal; la clarificación de la realidad; el establecimiento de propósitos claros; la invitación a posibilidades; así como la creación de sistemas y estructuras de apoyo.

Conocer las herramientas del coaching no es solo leer y estudiar: implica vivir el coaching de forma íntima, desde la propia experiencia de vida. Pasa por asimilar e incorporar al diario vivir cada una de las experiencias que el coaching obsequia a quienes lo practican. Es mejorar el propio bienestar y la calidad de vida, desde un cambio de mentalidad que repercute en las emociones y, por tanto, en las conductas y resultados. Ser coach, en el fondo, es ser capaz de practicar este arte consigo mismo, para aplicarlo así con quienes uno acompaña y se interrelaciona. Llevar una certificación en coaching, luego, potencia el desarrollo y crecimiento personal, laboral y social, capacitando para apoyar a otros de la misma forma, ya sea de forma indirecta como directa. De ejercer la disciplina, puede generar una valiosa fuente complementaria de ingresos y, claro está, de valor e impacto.

 

Desde el modelo de coaching antropológico, acompañamos a las personas a reconocer sus fuerzas internas, sus fuerzas movilizadoras y su libertad de acción para transformar su vida y conectar con su propia motivación. Es decir, ayudamos a las personas a crecer. Si esta declaración de propósito conecta contigo y crees que tienes o puedes tener todo lo necesario para dedicarte a ello… ¿por qué no consideras volverte coach profesional?

La fórmula del talento

Por qué el talento está sobrevalorado

“Rebotar” de Matthew Syed (2010) es una obra maestra que parte de una tesis bastante controversial: los genios no existen y el talento está demasiado sobrevalorado. Es distinto oír algo así viniendo de un académico que de un distinguido excampeón mundial de tenis de mesa, como lo es el autor. Pero, venga de quien venga, esta contundente afirmación es más que cierta… aunque tu intuición pareciera indicarte lo contrario.

¿Qué tienen en común figuras de la talla de Amadeus Mozart, Pablo Picasso, los Beatles, Bill Gates, Tiger Woods, Roger Federer, Serena y Venus Williams, las ajedrecistas Susan, Sofía y Judit Polgar, David Bechkam o Cristiano Ronaldo? Si tu respuesta es que todos y cada uno de ellos son prodigios innatos… debo decirte que te equivocas. Efectivamente, son prodigios, ¡pero no lo fueron siempre ni de la noche a la mañana! Detrás del talento de cada uno de estos hombres y mujeres existen muchas, pero muchas horas de práctica: no menos de diez mil, para ser exactos. Se dice que el genio es diez por ciento inspiración y noventa por ciento transpiración y, en efecto, lo es.

En 1991, Anders Ericsson se propuso investigar en qué consiste el talento natural y, luego de largos años de dedicación, concluyó que no existe evidencia alguna de que las personas excepcionales, sobresalientes y destacadas posean un don innato que justifique, per se, su altísimo rendimiento. Es decir, que el así llamado “talento” depende, en gran medida, de dos factores igual de importantes: las oportunidades que explotamos y las horas de vuelo que dedicamos. A lo largo de vida, todos contamos con cientos de miles de oportunidades para adquirir conocimiento y crecimiento, pero no siempre las aprovechamos. Esperamos que todo, de la noche a la mañana, nos venga servido en bandeja, cuando lo determinante es cuanto hacemos y dejamos de hacer para hacer que las cosas sucedan. Precisamente, esa dedicación es lo que distingue a los denominados “talentos” de las personas promedio.

 

La regla de los 10 años

Cuando presenciamos a una persona talentosa en acción, quedamos deslumbrados por la magia que derrocha, y no nos detenemos a pensar en cómo esa persona llegó adonde llegó. Asumimos que fue bendecida con un don sobrenatural, que tuvo la suerte de heredar; que siempre fue así, o que no le costó tanto llegar tan lejos; y que es inalcanzable e imposible de superar. Si cualquiera de estos talentos te escuchase, probablemente soltaría una sonora carcajada. Y es que los prodigios no nacen: se hacen. Trabajan mucho más que los demás, de manera que estos no tienen posibilidad alguna a su lado. ¿O sí la tienen? De hecho, sí. Las habilidades son notablemente similares en personas que tienen la misma cantidad de horas de práctica. Es difícil creer que tú o cualquiera pueda convertirse en experto con la práctica, pero la evidencia al respecto es contundente. Si practicases el mismo número de horas que un prodigio, lograrías un nivel similar al suyo, dependiendo de tu capacidad.

El mítico tenista estadounidense André Agassi cuenta en su autobiografía que, con apenas 7 años, su padre le decía: “Si golpeas 2500 pelotas de tenis al día, habrás golpeado 17500 a la semana y casi 1 millón de pelotas para fin de año. Y un niño que golpea 1 millón de pelotas al año será imbatible”. Así lo hizo… y el resto es historia. Sin importar sus genes o contexto, una persona que dedique horas y horas a practicar una y otra vez llegará a ser invencible, más temprano que tarde. Y es que la práctica hace al maestro: practice makes perfect, en inglés. De modo que, si quieres alcanzar la excelencia y la perfección, entrena sin tregua alguna y cosecharás, en el debido momento, los frutos de todo tu esfuerzo.

¿Sabías que Mozart, antes de cumplir 6 años, acumulaba 3500 horas de práctica? Pero no cualquier tipo de práctica. No basta con repetir una y otra vez lo mismo para convertirse en experto en ello. Pensemos, por ejemplo, en el arte de caminar. Todos caminamos todos los días, pero no por ello somos caminantes expertos. Para lograr la excelencia, la práctica debe ser intencionada (purposeful). A diferencia de cuando hacemos las cosas en “piloto automático”, practicar deliberadamente significa apuntar a un objetivo más allá de nuestro alcance, esforzándonos hasta alcanzarlo. Lo intentas muchas veces hasta que lo logras. Y una vez que lo logras, lo haces nuevamente, de forma consistente, hasta formar el hábito.

 

Crecer, crecer y seguir creciendo

Los expertos han logrado que sus cuerpos y mentes estén suficientemente preparados para trabajar de una determinada manera. La práctica intencionada permite realizar actividades complejas de forma consistente, agrupando en un solo movimiento la extensa sucesión de acciones involucradas en un proceso. De este modo, pueden ejecutar automáticamente la actividad en la que son expertos, logrando un óptimo desempeño y causando, incluso, la impresión de que es algo que realizan fácilmente, sin mayor esfuerzo. Si, por el contrario, los componentes de dicha acción se llevasen a cabo de manera disociada, la mente tendría demasiadas variables que considerar, perdiendo la sincronía, minimizando el rendimiento y exponiéndose a fallos recurrentes. El malabarismo, arte sencillo a primera vista pero de una complejidad sin par, es quizás el testimonio más vívido de todo esto.

Convertirte en experto en cierta práctica es algo que, realmente, debes querer. No puedes forzar a alguien a dedicar 10000 horas de su vida a hacer, concienzudamente, algo que no quiere. Esa persona tiene que querer practicar, por decisión propia, la regla de los 10 años. La práctica se convierte en una batalla de ideas y sistemas de entrenamiento, cuyo fin es alcanzar la máxima eficiencia a través del aprendizaje temprano y la superación continua, trascendiendo el promedio de lo “aceptable”. Los expertos son humanos y continuamente cometen errores, pero en lugar de hundirse en sus miserias, lamerse las heridas y ahogarse en sus culpas, son capaces de alzar la mirada, detectar los motivos de sus fallos y adaptar eficazmente su conducta por medio de la práctica deliberada. En tal sentido, el feedback que reciban de otros es crucial para superarse continuamente, adelantándose a errores que el propio ojo es incapaz de identificar por cuenta propia, y también es clave el feedforward que los invita a seguir adelante por el camino adecuado.

El “talento innato” está sobrevalorado: tener una mentalidad de crecimiento es muchísimo más importante. Las personas con mentalidad fija están convencidas de que su capacidad está predeterminada y no puede mejorarse, por lo que se autoimponen límites y se dedican a buscar culpables para justificar sus propios fracasos. Por el contrario, las personas con mentalidad de crecimiento asumen con responsabilidad sus errores y, en vez de atribuirlos a una falta de inteligencia o a factores externos, encuentran en ellos una oportunidad para crecer y esforzarse aún más. Donde otros solo ven imperfección, ellos perciben potencial. Confían plenamente en sus capacidades, y no con optimismo ingenuo sino, más bien, con realismo: saben perfectamente que el logro de sus objetivos está a su alcance, siempre y cuando se dediquen consistentemente a perseguirlos.

 

La teoría del talento innato sigue reinando, aun cuando aceptamos que la práctica es más importante de lo que creemos. En serio, ¿prefieres seguir creyendo que la excelencia y el éxito son solo cuestión de suerte, genes o circunstancias favorables? ¿No es mejor saber que, porque depende de nuestra práctica y dedicación, tenemos mucho más control sobre lo que logramos que lo que antes creíamos?

El poder de la gratitud

“Gracias”: una forma de ver la vida

Muchas personas adjudican la felicidad a distantes logros del futuro y, en consecuencia, no consiguen alcanzarla. ¿Qué pasaría si te digo que la felicidad está, más bien, asociada a experiencias ya vividas y acontecimientos que ya sucedieron? Una vez que las personas nos abrimos a la magia de mirar atrás, y no solo adelante, descubrimos que hay muchísimo por lo que agradecer. Dar las gracias nos abre las puertas, hoy y mañana, a una vida feliz.

“No es la felicidad lo que nos hace agradecidos, sino la gratitud lo que nos hace felices”, afirma con sabiduría David Steindl-Rast, y no se equivoca. El problema está en que, para muchos de nosotros, la gratitud no forma parte de nuestro día a día. Reducimos la gratitud a eventos aislados como los cumpleaños, la Navidad o el Día de Acción de Gracias. Y no entendemos su crucial importancia. La gratitud tiene la capacidad de transformar nuestro día a día en una continua acción de gracias y convertir nuestra rutina en fuente de alegría. Ser agradecido va mucho más allá de dar gracias: es una manera particular de ver la vida.

De acuerdo con Brian Tracy, “incluso en medio de las más grandes dificultades de la vida, siempre podremos encontrar cosas por las que estar agradecidos”. Y estar agradecido no es otra cosa que reconocer las cosas buenas de la vida. En psicología positiva, la gratitud es una respuesta emocional positiva frente a la percepción de recibir un beneficio de parte de alguien. Este beneficio debe ser algo no merecido ni buscado intencionalmente: simple y llanamente, es el resultado de la buena intención de otra persona.

 

Sé agradecido y te lo agradecerás

La gratitud nos transforma… literalmente. Desde una perspectiva neurocientífica, cuando somos agradecidos, producimos más serotonina y dopamina (nuestros neurotransmisores de la felicidad), acrecentando nuestro bienestar y nuestra capacidad para apreciar y retener las experiencias y pensamientos positivos, y repeler los negativos. Además, regulamos la producción de cortisol, neurotransmisor del estrés, disminuyendo la frecuencia con la que experimentamos cuadros de ansiedad, depresión y desgaste emocional.

Practicar habitualmente la gratitud trae consigo un amplio número de beneficios. A nivel físico, las personas agradecidas son 10% menos propensas a enfermarse a causa del estrés; presentan una mejora en sus funciones cardiacas y su presión arterial; y poseen un sistema inmunológico más fuerte. Además, cuentan con 15% mejor calidad del sueño y le dedican 1.5 más horas a la semana a realizar ejercicio, aumentando su expectativa de vida. A nivel emocional, la gratitud fortalece la autoestima, la construcción de vínculos interpersonales sólidos y la resiliencia afectiva; y favorece el optimismo, el buen humor y la empatía. En términos profesionales, eleva el compromiso, la comunicación y el rendimiento colectivo.

Cuando sentimos gratitud, nuestro deseo natural es expresarla. Hacerlo es un hábito muy saludable, en todo sentido de la palabra. Cuando damos las gracias, apreciamos a alguien tal y por quién es, y no solo por lo que hizo en nuestro favor; aprobamos el obsequio que nos hace, desde la conciencia del valor que nos añade; admiramos su generosidad, que es gratuita, genuina y espontánea; y, naturalmente, nos sentimos impulsados desde dentro a retribuir el bien recibido, dando con creces a quien, libremente, nos benefició con creces.

 

El ABC de la gratitud

¿Sabías que la gratitud puede cultivarse dando las gracias una vez al día, los 365 días del año? Pequeñas acciones cotidianas pueden convertirse en poderosos hábitos si dedicamos el tiempo y la fuerza de voluntad necesarios, y la gratitud no es la excepción. La pregunta es: ¿qué pequeñas acciones nos convierten en personas agradecidas? Repasemos algunas.

Asegúrate de dar las gracias a cada persona que hace posible algo tan sencillo como, por ejemplo, ese café que tomas por las mañanas todos los días. Ello te ayudará a valorar que ese café podría no estar allí y es el fruto del esfuerzo de muchos, quienes dan lo mejor de sí para ponerlo en tu mesa. Luego, recoge todas esas tomas de conciencia en una alcancía o jarrón de gratitud. Consérvalas para el futuro y vuelve sobre ellas cada vez que lo creas necesario. De igual manera, puedes empezar un diario de gratitud donde anotes cumplidos hacia ti o hacia otros; aprendizajes y experiencias de las que te sientes agradecido; o quizá personas y pertenencias que forman parte de tu vida y cuya presencia valoras mucho.

Otra forma de cultivar gratitud es demostrándola a quienes te rodean. Elige a una persona que forme parte de tu día a día y pregúntate: ¿qué admiras de ella y de qué quisieras darle las gracias? Piensa cómo puedes demostrarle esa gratitud: quizá a través de una carta, un voice note o un video; quizá tratándola con amabilidad, o haciéndole una visita esporádica como gesto de agradecimiento. Otra forma, quizá en el ámbito laboral, podría ser dándole feedforward, es decir, diciéndole qué crees que está haciendo bien y alentándola a seguir así. Esto último es una forma sencilla de valorar el esfuerzo, celebrar los pequeños logros y motivar a alguien a repetir conductas de excelencia, ayudando a que se vuelvan hábitos.

Por último, la gratitud se cultiva viviéndola. Por tanto, ¡permítete ser feliz! Valora qué es lo que tienes, en lugar de poner la mirada en lo que te falta. Reserva espacios para meditar y valorar esos granitos de arena que podrías extrañar si mañana no los tuvieses. Considera, también, la posibilidad de contar con un partner de gratitud: alguien con quien compartas el maravilloso trekking que es desarrollar este hábito. Acompañado llegarás más lejos. Y, por último, siguiendo el consejo de Mihaly Csikszentmihalyi, disfruta cada día de tu vida, haciendo de ella una danza interminable. Entonces, entenderás la sabiduría que se oculta entre los versos de la hermosa canción de Mercedes Sosa: “Gracias a la vida, que me dado tanto…”.

El secreto de la creatividad

Para muchos, nuestro trabajo consiste en añadir valor a las personas. Los seres humanos tenemos un amplio abanico de demandas y necesidades; el mercado, un amplio abanico de ofertas para atenderlas. No es fácil sobresalir (ni tampoco sobrevivir) en un mercado tan competitivo como el actual, por lo que diferenciarse es fundamental. Sin embargo, aunque logremos hacerlo, lo que ofrecemos se vuelve obsoleto en tiempo récord, lo que exige estar continuamente en búsqueda de nuevas maneras de satisfacer las altamente cambiantes necesidades humanas desde una propuesta de valor marcadamente distinta de la del resto.

Puesto en sencillo, día a día nos dedicamos a crear. Es decir, nuestro trabajo nos reclama ser altamente creativos, para descifrar soluciones ante problemas realmente complejos, enigmáticos e inéditos. En un mundo como el nuestro, la creatividad no es un privilegio de algunos, un lujo que podemos dejar de lado: es una competencia indispensable para el éxito, que todos, por tanto, debemos desarrollar si queremos prosperar a largo plazo. El acto creativo de innovar es, en la práctica, combinar elementos bien conocidos de la realidad de manera novedosa, hasta dar con algo nunca antes visto.

Contrario a lo que podríamos pensar, no existe un único perfil “creativo”. Todos somos creativos por naturaleza, y no solo en potencia. Nuestra creatividad se evidencia desde la primera infancia, cuando exploramos y jugamos sin límite alguno, uniendo puntos no conexos y dando rienda suelta a fantasías completamente originales. Naturalmente, hay personas más creativas que otras, pero ello no significa que la creatividad sea algo que esté restringido a solo algunos cuantos. Todos, si la ejercitamos cual músculo, podemos llevar nuestra creatividad al máximo. Del otro lado de la moneda, muchas veces somos nosotros mismos los primeros responsables en limitar nuestra creatividad, diciéndonos que no nacimos para ello. Por lo que, si en tu mente descubres que te pones límites para volar, pregúntate: ¿qué puedes hacer para innovar, para mejorar, para pensar (y actuar) fuera de la caja?

Como cualquier músculo, nuestra creatividad se desgasta cuando la sobreexigimos. Los así llamados “bloqueos creativos” ocurren, a menudo, cuando la creatividad se atrofia a causa de exprimirla sin tregua. En circunstancias así, podemos sentir la tentación de tirar la toalla, sepultar nuestra quisquillosa creatividad y dedicarnos a vender enlatados. Si la “gallina de los huevos de oro” no quiere seguir empollando, ¿qué podemos hacer? Claro está, el problema radica en que las soluciones que diseñamos a diario dependen, en gran medida, de esa “gallina de los huevos de oro”, y no de otra, por lo que lo que debemos hacer es evitar que llegue al mencionado límite, lo que no es otra cosa que echar leña al fuego para evitar que la llama de la creatividad se nos apague. ¿Es eso posible?

Sí, si sabemos hacerlo. Y como nuestra intención no es crear la pólvora, lo conveniente es mirar a aquellos que han encontrado la fórmula para afrontar este desafío. Porque, sí, existen individuos, equipos y organizaciones a lo largo del globo terrestre que viven y sobresalen gracias al inagotable manantial de su creatividad. Adam Grant, en su célebre best-seller, “Originales”, nos cuenta que existen, de hecho, algunos sorprendentemente sencillos hábitos que todos ellos practican, y que constituyen un elemento fundamental de las exitosas recetas que continuamente elaboran.

La primera de estas prácticas es la procrastinación. Vicio para la productividad, cuando se trata de creatividad, dejar las cosas para mañana o pasado mañana es probablemente nuestro mejor aliado. Cuando procrastinamos, hacemos una pausa necesaria a aquello que habíamos empezado, lo que nos da tiempo suficiente para pensar de modo no lineal y considerar ideas divergentes, hacer saltos inesperados y salirnos un poco bastante del guion.

Otro gran aliado de la creatividad es la diversidad. Y aquí viene el segundo hábito: no se trata de buscar lo enteramente diferente, sino más bien lo ligeramente mejor. Para ser originales, no hay que ser los primeros en proponer algo: solo hay que ser diferentes y hacerlo excelente. En este sentido, la clave está en escuchar las necesidades de nuestro público objetivo: ¿qué necesitan las personas?, ¿qué se les ofrece?, ¿qué de bueno tiene lo que se les brinda?, ¿por qué no están satisfechas?, y ¿qué podemos añadir nosotros?

La tercera buena práctica está, como decíamos párrafos atrás, no fuera de nosotros sino, más bien, dentro. Quizá estés plagado de dudas y miedos respecto, por ejemplo, de tu propio potencial creativo: ¿qué pasaría si llegase el día en que la “gallina de los huevos de oro” se rehúsa a seguir poniendo? Definitivamente, existe un multiverso infinito de posibilidades y de “qué pasaría si”, de modo que no tiene caso andarse mucho tiempo mordiéndose la cola en esos lares. Definitivamente, dudar de uno mismo no sirve para nada… pero dudar, en sí, es bueno, y de hecho, hace falta canalizar nuestras dudas para dudar, más bien, sobre el mundo en que vivimos. La duda debe energizarnos, movernos a curiosear, salir de nuestra zona de confort, experimentar, prototipar y seguir adelante hasta alcanzar la perfección, o lo que más se le parezca. Los originales más importantes de la historia fueron los que más fallaron, porque fueron los que más intentos hicieron. He ahí que, respecto de nuestros miedos, solo deberíamos temerle a la inacción, esto es, a llegar al punto de preguntarse: “¿qué habría pasado si…?”, y no tener respuesta.

Quiero añadir un cuarto hábito: chocar. Las personas más originales del mundo son las que, muchas veces, más roces tienen con los demás. Los conflictos, de los que siempre queremos deshacernos, barriéndolos bajo la alfombra lo más rápido posible, tienen, en realidad, un gran potencial creativo. Tienen una razón de ser en nuestras vidas: porque somos distintos, chocamos. Y, si los sabemos aprovechar, en lugar de hundirnos, como dos transatlánticos que se estrellan en medio del mar, podemos ser más bien como dos piedras que, al rozarse, sacan chispa, convirtiendo un bosque seco en una hoguera viva. De hecho, en inglés hay una palabra que se utiliza mucho para hablar sobre creatividad, y es “kindle”. La creatividad es algo que se enciende a conciencia, no que se improvisa.

Existen muchas técnicas para despertar la chispa de la creatividad, pero lo importante, más que las técnicas, es entender esto: todos podemos hacerlo. Parafraseando a Adam Grant, los originales son inconformistas. Tienen nuevas ideas y las defienden. Y, cada vez que hacen esto, impulsan la creatividad de todos y movilizan el cambio en el mundo.

El desafío de la gran resignación

Después de poco más de año y medio y gracias al rápido avance de la vacunación, la vida empieza a volver a la normalidad… o, al menos, a algo que se le parece. Las industrias se van reactivando, las calles se van repoblando, y las rutinas y los hábitos de siempre despiertan de su largo letargo. Los cuidados adoptados durante los últimos meses ya forman parte, al menos temporalmente, de nuestro estilo de vida: nos hemos acostumbrado a ellos y no nos resultan tan extraños como en un inicio. Sin embargo, la vida postpandemia no es, en definitiva, la de antes, ni tampoco lo somos nosotros. Somos distintos, somos más fuertes y hemos aprendido mucho en este tiempo.

El reordenamiento de las prioridades, la progresiva estabilización del panorama económico y el rechazo a las actuales condiciones laborales han formado la tormenta perfecta para una nueva e inesperada ola de cambios, que, si nos la hubiesen contado hace unos meses, no la creeríamos: un abandono masivo de los puestos de trabajo. Sí, un escenario inédito que el Dr. Anthony Klotz, profesor asociado de administración de la Universidad de Texas A&M, atinó en describir bajo el nombre de la “Gran Resignación”. Y es que, de cierto modo, el replanteamiento de las reglas de juego profesionales −fruto de la brusca digitalización asociada, a su vez, al confinamiento por la pandemia− se han convertido en el caldo de cultivo para este fenómeno, que hoy parece estar alcanzando su punto de ebullición y, más temprano que tarde, erupcionará cual volcán dormido, arrasándolo (y redefiniéndolo) todo a su paso.

¿En qué consiste la “Gran Resignación”? En un éxodo del mundo laboral, en busca de una suerte de Tierra Prometida que ni sabemos dónde está, ni cuánto tardaremos en alcanzar… pero de la cual estamos seguros está allá afuera y que anhelamos encontrar. Quizá todo esto, que hoy está en boga en Estados Unidos, todavía nos suene muy lejano aquí en Latinoamérica, pero también lo era el inofensivo virus de Wuhan… así que es de esperar que pronto, pese a la diferencia entre los contextos de ambos continentes, veamos germinar los primeros brotes de este evento. Solo para dimensionar mejor las proporciones de este fenómeno: solo en julio de 2021, alrededor de 4 millones de estadounidenses, mayormente entre 30 y 45 años de edad, habrían renunciado a sus puestos de trabajo. Este pico de deserciones inició en abril y no ha cesado desde entonces, acumulando 11 millones de vacantes y despertando gran preocupación en el mercado laboral. Imaginemos cómo sería esto si sucediese en Latinoamérica…

Una de las más importantes lecciones de la pandemia por COVID-19 es que ni las personas ni las organizaciones podemos seguir dándonos el lujo de “llegar tarde a la fiesta”. ¿Vamos a esperar de brazos cruzados que el dique ceda, para reaccionar solo cuando tenemos encima este huayco de cambios? Además, ¿acaso hay que ser demasiado agudo para darse cuenta que el statu quo de la vida profesional es, en gran parte, responsable directo de la crisis que se avecina? Y es que hoy, aunque suene sorprendente, la desconexión entre la experiencia del trabajador y el sentir de las empresas es más evidente que nunca. Y esto es una bomba de tiempo. Empresas, ¿acaso se habían puesto a pensar que, no, no todos están dispuestos a ponerse la camiseta y dar la milla extra sin mirar las consecuencias, priorizando un empleo y un sueldo por encima de su bienestar y salud? ¿Y que tampoco todos ni probablemente la mayoría de trabajadores están deseosos de volver a las oficinas, con la pérdida de flexibilidad y libertad que ello conlleva? ¿Tenemos un plan de contingencia si nuestros trabajadores, simplemente, no están de acuerdo con las condiciones de trabajo que se les imponen, y deciden patear el tablero? Definitivamente, hacerse la vista gorda a las necesidades de las personas que integran las empresas no es muy buena idea que digamos; o, mejor dicho, no solo es un despropósito sino una irresponsabilidad tremenda.

Las empresas necesitan tomarse más en serio la “retención” de sus trabajadores. Nos urge hallar nuevas formas de comprometer a nuestros trabajadores, años luz mejores que los superficiales esfuerzos por “motivar” a través de compensaciones, beneficios y bonos que no llegan a saldar el desgaste y la inversión de tiempo y esfuerzo, ni tampoco la necesidad tan humana y profunda de una vida con propósito, en la que realmente hagamos la diferencia. Así que comencemos por lo primero: entenderlos. Desde hace tiempo, está bastante claro que las compañías no deberían pretender que sus trabajadores permanezcan con ellos hasta que la muerte los separe. Para la fuerza laboral, pertenecer a determinada compañía significa trabajar hombro a hombro con un determinado equipo humano, aprendiendo, creciendo y compartiendo durante una importante etapa de su larga trayectoria profesional… pero etapa después de todo, con un inicio muy bien definido y un final muy bien proyectado.

Los trabajadores no ven su paso por una organización como un mero trampolín o escalón, sino, insisto, como una etapa que deciden recorrer libremente, no por estricta necesidad, sino porque les añade valor. Naturalmente, al pertenecer a una empresa en la que realmente quieres estar, se puede dar por descontado que darás el máximo compromiso desde el día 1, sin necesidad de que terceros lo exijan. Y así sucede. Precisamente, la falta de compromiso está relacionada a la lenta erosión del ímpetu que llevó a ese trabajador a escoger a aquella empresa como parte de ese journey profesional. ¿No será que, manteniendo vivo ese fuego, podemos prolongar, no de forma indefinida pero sí al máximo, el tiempo de vida del trabajador en la empresa, garantizando su máximo rendimiento y desempeño desde que firma su contrato hasta que acuerda su salida?

Está en la cancha de las compañías sentarse a rediseñar los parámetros de la nueva normalidad del trabajo. Si dejamos que la vida siga su propio curso y nos abandonamos a la inercia del trajín en que vivíamos pre-pandemia, volveremos a los malos hábitos laborales de antes y habremos desperdiciado una oportunidad única para cambiar para mejor las reglas de juego. El trabajador viene dando el doscientos por ciento desde hace más de un año y medio… y muy probablemente no le dé para mucho más tiempo en ese ritmo. Evitemos una gran resignación latinoamericana. Construyamos juntos un gran inconformismo, que cambie el statu quo del trabajo para siempre.

El boom del e-learning

De tendencia a realidad

A nivel mundial, el E-Learning ha demostrado ser una de las respuestas más contundentes a los desafíos de la nueva normalidad. Gracias a sus múltiples beneficios, lo que antes de la pandemia venía siendo una incipiente ola pronto escaló, creciendo a pasos de gigante hasta convertirse en un verdadero tsunami, que viene arrasando con el statu quo de las capacitaciones corporativas. El mercado global del e-learning supera hoy los US$ 100,000 millones, y las proyecciones indican que se triplicará para 2026. Solo en Latinoamérica, se estima que el E-Learning facturará más de US$ 3000 millones para 2023. A la fecha, Perú representa cerca del 10% de este mercado. ¿Cómo no subirse a semejante ola?

Visiblemente, el E-Learning se ha convertido en una de las mayores apuestas de los principales actores del tablero corporativo internacional. Gigantes que integran la prestigiosa Fortune 500, tales como Alphabet, PayPal, Mastercard, Verizon, Cisco, Walmart, JPMorgan y Bank of America, han realizado fortísimas inversiones en E-Learning, bajo la consigna de aggionar al colaborador frente a los desafíos del mañana. Inversiones, en definitiva, con un sólido retorno, tal y como lo demuestra el caso de IBM, que se estima habría logrado ahorrarse alrededor de $200 millones solo apostando por migrar a una muy bien lograda plataforma interna de aprendizaje online. No por nada 72% de las empresas en el mundo considera que el E-Learning constituye una auténtica ventaja competitiva.

Una inversión más que segura

En prácticamente todos los aspectos, el E-Learning aventaja a la formación tradicional con creces. Las empresas que usan esta modalidad de formación reconocen que, desde su implementación, dedican hasta 60% menos tiempo en capacitar a sus trabajadores y ahorran un 90% en consumo de energía. En términos de aprendizaje, los trabajadores evidencian un incremento del 60% en su retención del conocimiento, además de manifestarse 18% más satisfechos con la capacitación recibida. Simplificándolo, un colaborador promedio aprende cinco veces más con E-Learning, lo que se traduce en 26% más ingresos por persona capacitada. Sorprendente, ¿no es así?

El E-Learning nos garantiza un aprendizaje frappé: flexible, rentable, accesible, personalizado, perdurable y escalable. Facilita la vida tanto de las empresas como de sus beneficiarios. Y es que de eso se trata. En palabras de Elliot Masie, quien acuñó por vez primera el término E-Learning: “Debemos traer el aprendizaje a las personas, en lugar de traer a las personas el aprendizaje”. Y es que, en vez de aproximarnos al aprendizaje como un producto o servicio, hay que entenderlo como un proceso interminable. En tal sentido, el aprendizaje digital va más allá de lo online: es el resultado de una mentalidad inédita respecto del modo cómo aprendemos, así como del lugar que debe ocupar la formación a lo largo de nuestras vidas. Sin life-long learning¸ no existe el life-long employability. Y sin life-long employability, nuestro valor en el mercado queda sujeto al tiempo de vida que le quedan a nuestros conocimientos y habilidades… antes de desfasarse.

Desarrollando las skills del mañana

De acuerdo con las proyecciones del Foro Económico Mundial, 54% de trabajadores necesitará aprender nuevas habilidades a fin de mantenerse activos laboralmente en el próximo lustro. De este numeroso grupo, 1 de cada 4 tendrá que pasar por un reskilling total, mientras que al resto le bastará con un upskilling parcial, aunque igual de urgente. Entre las principales competencias a desarrollar, un reciente reporte de LinkedIn Learning destaca soft-skills como la creatividad, la colaboración, la adaptabilidad, la inteligencia emocional y la capacidad de persuasión; al mismo tiempo que hard-skills como inteligencia artificial, user experience, blockchain, cloud computing y data analytics.

En E-Learning, importa mucho el qué –los contenidos–, pero sobre todo el cómo. Precisamente porque su razón de ser es hacer más accesible el aprendizaje, esta modalidad está en constante reinvención, buscando nuevas formas y aliados para lograr su cometido. Solemos identificar E- Learning con las MOOC (Massive Online Open Courses), pero estas son solo su rostro más visible. Formatos como el B-Learning (Blended Learning) y el Micro-Learning (píldoras de aprendizaje de no más de 4 minutos de duración) han empezado a predominar, en respuesta a las necesidades emergentes de nuestro mundo híbrido. Tendencias como el G-Learning (Game Learning) suenan con fuerza, y el aprovechamiento de nuevas tecnologías como los wearables, la realidad virtual y la realidad aumentada abren un fascinante abanico de posibilidades para el aprendizaje digital.

Conclusión

El E-Learning es, a la vez, el presente y el futuro del aprendizaje corporativo. La digitalización del saber nos ofrece una accesibilidad, flexibilidad y efectividad nunca antes vista en el ámbito de la formación. Esta modalidad de enseñanza está rediseñando las reglas de juego y el modo cómo entendemos el propio aprendizaje. Invertir en E-Learning es una apuesta segura y necesaria para permanecer a la altura de los desafíos de la nueva normalidad, dotándonos de las competencias que necesitaremos en el corto y mediano plazo y garantizando nuestra empleabilidad en el largo y muy largo plazo.

Learnability

¿Has oído hablar de la “bicicleta inversa”? Es una bicicleta común y corriente, pero modificada para que, cuando gires a la derecha, tu bicicleta vaya a la izquierda, y viceversa. Destin Sandlin, un conocido ingeniero y youtuber estadounidense, la inventó con el propósito de demostrar la maravillosa capacidad de aprendizaje de los seres humanos. Tras ocho largos meses de esfuerzo, Sandlin logró desaprender su forma “normal” de montar bicicleta y aprendió a manejarla según los nuevos estándares de normalidad. Probablemente estés pensando lo mismo que yo: si tardó ocho meses en reaprender a montar una bicicleta inversa, ¿cuánto nos tardaremos nosotros en desaprender nuestra forma de vivir, relacionarnos, comunicarnos y trabajar, considerando que el panorama post-pandemia será el de una nueva normalidad, con reglas de juego tan distintas como el timón de aquella bicicleta? A ciencia cierta, no sabemos cuánto nos tarde, pero sabemos  que podremos hacerlo. Los seres humanos, si algo somos, es una especie altamente adaptable, capaz de aprenderlo prácticamente todo. ¿No es esa la gran lección que nos deja la pandemia?

Antes se creía que el aprendizaje estaba restringido a una determinada etapa de nuestras vidas: la infancia, la adolescencia y la juventud para ser exactos. Transcurridos estos años maravillosos, llenos de lecciones, lo propio ya no era aprender, sino producir. Hoy entendemos que aprender constituye una necesidad humana y, como tal, no se agota en la edad temprana, sino permanece a lo largo de nuestra vida. En términos profesionales, desistir de aprender significa arriesgarnos a volvernos obsoletos frente a los nuevos desafíos y necesidades de un mercado en permanente cambio. La capacidad de aprender a aprender (learnability en inglés) se ha convertido en una de las competencias más cotizadas de nuestro tiempo y constituye, en el corto plazo, un diferencial indiscutible, que puede determinar nuestro éxito o fracaso.

Según Carol Dweck, psicóloga de la Universidad de Stanford, nuestra mentalidad determina qué aprendemos, cómo aprendemos y si aprendemos algo en absoluto. Una mentalidad fija sostiene que la inteligencia es estática; luego, importará mucho parecer inteligente, aunque ello suponga evitar desafíos, ignorar críticas y comentarios y abstenerse de realizar esfuerzos. Entenderse a sí mismo como autoridad y gurú en algo acaba, paradójicamente, en dejar de aprender.  Porque asumes que has alcanzado tu máximo potencial, tu sed de conocimiento se apaga. Por otro lado, cuando adoptas una mentalidad de crecimiento, continúas buscando aprender. No tienes miedo de probar cosas nuevas o incluso de cometer errores, porque todas estas son oportunidades de aprendizaje. Y esto te brinda una gran ventaja competitiva. Una mentalidad de crecimiento cree que la inteligencia puede siempre desarrollarse. El deseo de aprender lleva a perseverar frente  a los desafíos, a aprender de la retroalimentación y a hallar inspiración en el éxito de los demás.

Necesitamos pasar de pretender ser sabelotodos a convertirnos en verdaderos apréndelo-todo. Y necesitamos hacerlo tanto a nivel individual como organizacional. Las culturas ganadoras han adoptado a nivel corporativo una mentalidad de aprendizaje continuo. Un claro ejemplo de ello es Microsoft, que experimentó un sorprendente renacimiento desde la llegada de Satya Nadella como CEO. Nadella transformó un clima de competitividad insana y conformismo frente al statu quo en un hub de innovación permanente, implementando tres poderosas preguntas: ¿qué tan exitosos somos al crear nuevos productos, servicios o modelos comerciales?; ¿qué tan efectivos somos para adaptarnos a nuevos cambios o interrupciones?; ¿qué tanto nuestra cultura celebra y recompensa el riesgo, el aprendizaje y el fracaso inteligente? A la par, instauró iniciativas como el día del aprendizaje trimestral, fecha en que el trabajador se dedicaba de lleno a aprender algo nuevo, sin necesidad de pedir permiso a nadie. Con estos gestos, acompañado de su testimonio de aprendizaje continuo (porque Nadella siempre estaba leyendo algún libro nuevo o pidiendo feedback a todos, sin importar su cargo o posición), caló la idea de que el aprendizaje no puede ser lo primero que quitemos de nuestra lista de pendientes cuando estemos ocupados, sino más bien constituye la piedra angular sobre la cual construimos el edificio que queremos ver mañana.

Para aprender, muchas veces tenemos que desaprender. Y no porque nuestro cerebro sea como un disco duro de capacidad limitada. De hecho, la capacidad de aprendizaje del cerebro humano es impresionante y desafía nuestras más descabelladas expectativas. Sucede, más bien, que una de las fuentes más privilegiadas de aprendizaje son nuestros errores –los propios, ajenos y comunes–, y que muchas veces, en lugar de aprender de ellos, los barremos bajo la alfombra. El que mira al error como fracaso difícilmente podrá sacarle el jugo, pero tampoco le sacará el jugo quien yerra, evalúa pero no desaprende para reaprender. Se dice que es locura hacer una y otra vez lo mismo, esperando resultados diferentes. Por tanto, debemos aproximarnos a los errores como “pruebas de hipótesis” o “experimentos rápidos”, que proporcionan información valiosa y confiable: por allí no hay que ir; intentemos por otro lado. De tanto intentar, hallaremos tarde o temprano el camino correcto.

Caminante, no hay camino; se hace camino al andar, dice otro refrán. Y tiene razón. Los senderos de trocha son el resultado del repetido andar de los caminantes. De modo similar, al aprender, cierta experiencia, a causa de su repetición o intensidad, queda impresa en nuestra memoria a modo de recuerdo, formándose una suerte de “ruta neuronal” que nos dispone a repetir cierta respuesta frente a un determinado escenario o estímulo. Si percibimos que tal respuesta no es la indicada o la esperada, tenemos el derecho y, a veces, la obligación de desandar el camino, o, en términos de aprendizaje, de desaprender lo aprendido, para entonces poder reaprender.

¿Qué es bueno desaprender? En primer lugar, los malos hábitos, aquellos que no nos favorecen en términos de crecimiento y desarrollo humano, que no nos hacen más felices ni tampoco más funcionales. De igual manera, las creencias o mentalidad fijas, que nos limitan de antemano. Al mismo tiempo, maneras de relacionarnos y comunicarnos que dificulten la conexión y la empatía con el otro. Sin mencionar respuestas emocionalmente poco inteligentes, que acaban por sernos nocivos y hacer daño a los otros. Y, por supuesto, conocimientos desfasados, irrelevantes o, por qué no, equivocados y falsos. Nadie es dueño de la verdad y todos juntos tenemos cada vez más acceso a ella, gracias al avance de la ciencia y las nuevas tecnologías, de manera que importa en gran medida estar siempre abiertos a innovar, acoger lo inédito y cambiar para mejor cada vez que sea necesario.

En el contexto de un mundo altamente cambiante, donde la digitalización ha acelerado aún más la generación de contenidos de valor y la accesibilidad a herramientas que nos abren puertas que ni siquiera esperábamos, reaprender es un imperativo. En el ámbito profesional, tendencias incipientes como el reskilling, el upskilling y el outskilling –juntas forman el superlearning, según un reciente estudio de Deloitte– han cobrado una gran relevancia casi de la noche a la mañana, convirtiéndose en un infaltable para el futuro de las empresas. Si en verdad tenemos la intención de permanecer vigentes en un mercado altamente competitivo, en el que los puestos de trabajo tradicionales desaparecen poco a poco, dando paso a una nueva normalidad laboral, requerimos de skills que nos permitan generar aquel valor que la inteligencia artificial jamás podrá producir.

En conclusión, aprender, desaprender y reaprender es un arte o, por qué no, hasta una disciplina olímpica. Exigen esfuerzo, pero pagan con creces. Cultivar nuestra learnability es la clave para tener una mentalidad ganadora y es el imperativo para el hoy y mañana de nuestro crecimiento.

La empresa invencible

ADN INNOVADOR

¿Qué tienen en común empresas como Microsoft, Amazon, AirBnB e IKEA? Además del éxito y la calidad de sus productos y/o servicios, que todas fueron capaces de sobresalir gracias a modelos de negocios tan rentables como innovadores. Su genialidad radica en su capacidad para explotar con creces los modelos de negocio actuales, al mismo tiempo que exploran cómo mejorarlos y rediseñarlos, en miras a proponer modelos de negocio disruptivos, que atiendan las necesidades del presente y del mañana. En vez de esperar pasivamente las crisis inminentes, se adelantaron a la ola de cambios y enseñaron a los demás a surfearla. Estas compañías han comprendido que la innovación no es algo ajeno a su identidad, sino inherente a su código genético y vital para su crecimiento sostenido.

Invencibles es el atinado adjetivo con el que Osterwalder, Pigneur, Etiembre y Smith han denominado a estas organizaciones, capaces de reinventarse constantemente, competir con modelos de negocio superiores e, incluso, cruzar las fronteras de la propia industria. Desde la óptica de los autores, quienes publicaron su aclamada entrega en el umbral de la pandemia, la nueva normalidad constituye una indeclinable invitación a transformar nuestras culturas organizacionales, abanderando la flexibilidad, la gestión del riesgo y la resiliencia como nuevos valores institucionales.

Todos hemos sido testigos de que, para sobrevivir a la crisis, para continuar generando valor a las personas, adaptarse es un imperativo y, a veces, reinventarse completamente también lo es. Si, en términos empresariales, tuviésemos que escoger una gran lección que nos dejó la pandemia, probablemente sería que las estrategias de siempre ya no funcionan. Hemos aprendido que la innovación debe ser continua y que el secreto de la disrupción no está en lo nuevo por lo nuevo, sino en reescribir los modelos de negocio en función de las necesidades de los clientes, los equipos y de la sociedad en su conjunto.

 

MITOS SOBRE LA INNOVACIÓN

En el esfuerzo por construir una organización a prueba de balas, nos toparemos con una serie de mitos que pueden disuadirnos a tirar la toalla e instalarnos en nuestra zona de confort. El primero de ellos: asumir que innovar es sinónimo de encontrar y ejecutar la idea perfecta. Queda claro que, en lugar de casarnos con una idea, importa más adoptar un espíritu de innovación continua, que te permitirá transformar las ideas que surjan en nuevas propuestas de valor, escalables y conectadas con las necesidades de los clientes.

Dos: ‘Invertir es sumamente costoso’, decían. No es tanto así. La innovación, en realidad, se compone de pequeñas y continuas inversiones, que van disminuyendo en frecuencia y nivel de riesgo con el avance del tiempo. Si tu idea no funciona, no pasa nada. Es mucho mejor aprender de errores tempraneros, baratos y seguidos, que hacer un all-in a ciegas, confiando, sin conocimiento de causa, en tener la mano ganadora.

El tercer mito se asocia a la creencia de que debes probar exhaustivamente tu idea antes de implementarla. El ensayo-error es importante, sí, pero no esperes que te brinde todas las respuestas. Por más informada que sea, cualquier decisión siempre comporta riesgo: escoges una alternativa en detrimento de otra, muchas veces con evidencia incompleta.  Por tanto, infórmate lo suficiente, lo mejor posible, pero no permitas que tu inseguridad te quite la viada y ahogue el impulso innovador.

 

CULTURA AMBIDIESTRA

Los autores de La empresa invencible insisten en la importancia de diseñar una cultura de innovación continua. Ellos la denominan “cultura ambidiestra”, haciendo hincapié en la necesidad de apostar tanto por explotar las oportunidades del hoy como por explorar las posibilidades del mañana. Poner el foco solo en una en detrimento de la otra supone pisar el acelerador con el freno de mano puesto. Para lograr este cometido, los autores ofrecen una serie de herramientas prácticas, idóneas para medir, gestionar y acelerar la innovación, al igual que estrategias útiles para reducir el riesgo al lanzar nuevos modelos de negocio. Sin embargo, el núcleo de su propuesta no descansa ni en las herramientas ni en las estrategias, sino en cuatro criterios a incluir al diseñar una cultura innovadora.

En primer lugar, es necesario determinar nuestra orientación estratégica, a saber, dónde competiremos y qué caminos adoptaremos para crear un modelo de negocio resistente a futuras disrupciones. Segundo, hay que definir qué haremos, esto es, cuál será nuestro portafolio de negocios, tanto existentes como potenciales; diversificar, medir y actuar estratégicamente será clave en este proceso. Tercero, a partir de quiénes somos, esto es, de nuestra identidad corporativa, debemos mapear cómo haremos lo que haremos: los valores, conductas y mejores prácticas que instituyamos crearán las condiciones para nuestro crecimiento. Y, cuarto, hemos de elegir, entre los mejores, con qué modelos de negocio competiremos, motivándonos a superarnos y estar siempre un paso delante de todos, pero sobre todo de nosotros mismos.

 

CONCLUSIÓN

Convertirse en una empresa invencible no es una meta a la cual llegar y donde descansar sino, más bien, un camino constante. Para permanecer vigentes, superando con éxito la prueba del tiempo, necesitamos explotar al máximo el presente, a la par que exploramos con coraje el futuro. Ejecución e innovación pueden y deben convivir en armonía bajo el mismo techo. Si te reinventas constantemente, procuras siempre competir con modelos de negocio superiores, hombro a hombro, y te atreves a trascender las fronteras de tu industria, construirás una organización resiliente, capaz de resistir las más arduas crisis y, sobre todo, capaz de crecer, florecer y sobresalir en las primaveras que suceden a los inviernos.

Reseña de: OSTERWALDER, A. et al. (2020). La empresa invencible. Madrid: Urano.

Inteligencia espiritual: un giro de 180°

En el breve plazo de unos cuantos meses, la humanidad experimentó un indiscutible antes y después, un giro tangible de 180° que cambiaría para siempre nuestras vidas. La pandemia nos hizo lidiar de manera inesperada con la dura realidad de las pérdidas de la vida: en el primer y más importante lugar, de seres queridos que partieron de forma súbita y que no pudimos despedir adecuadamente; luego, de trabajos e ingresos económicos; de relaciones humanas y encuentros sociales; de libertades, hábitos y estilos de vida; de sueños, metas e ilusiones. Despojarnos repentinamente de todo representó, consciente o inconscientemente, un período de duelo con todas sus letras.

La crisis sanitaria puso al descubierto verdades fundamentales de la vida, como que nuestra existencia es breve y nuestros planes frágiles; que no podemos andar por la vida sin hallarle un significado a lo que hacemos; que necesitamos de las personas y las personas necesitan de nosotros. Verdades evidentes, pero que habíamos olvidado; que habíamos descuidado y relegado al segundo plano, quizá por considerarlas irrelevantes, prescindibles o inútiles. En tal sentido, este tiempo de duelo significó una oportunidad única para detenernos a meditar, a reconsiderar prioridades y decisiones, a agradecer y valorar nuestro aquí y ahora. Dicho de otro modo, nos permitió reconectar con nuestras necesidades espirituales, olímpicamente desatendidas pero fundamentales para nuestra autorrealización. Reencontrarnos con este ámbito de nuestra existencia ha constituido un importante paso, pero es apenas el inicio. De ahora en adelante, tenemos la responsabilidad de convertirnos en expertos en satisfacer los pedidos y reclamos de nuestro yo profundo.

A veces podríamos pensar que el cultivo de la espiritualidad humana está restringido a unos cuantos iluminados. De modo similar, podríamos creer que satisfacer necesidades de índole espiritual es sinónimo de practicar una religión. Sin embargo, existen muchísimas formas de desarrollar lo que reconocidos autores como Danah Zohar y Daniel Goleman denominaron “inteligencia espiritual”. En sencillo, ejercitamos el músculo de nuestra inteligencia espiritual al practicar habitualmente actividades que favorecen el desarrollo de nuestra autoconciencia y, al mismo tiempo, la continua salida de nosotros mismos. Ello, desde las neurociencias, se explica a través de la estimulación de ondas cerebrales de tipo alpha y theta, las cuales son responsables de favorecer procesos cognitivos como la memoria, la meditación, la intuición y la creatividad.

Las personas con una inteligencia espiritual altamente desarrollada se caracterizan por su capacidad para abordar preguntas fundamentales y hallar respuestas en relación a la propia identidad, sentido y propósito de vida; para afrontar la adversidad con flexibilidad, resiliencia y madurez; para comprender la realidad como un todo complejo, desde una mirada amplia y, profunda; para empatizar con las necesidades reales y potenciales de las personas; para amar y forjar vínculos sólidos y significativos; para tomar decisiones acertadas, consistentes con los propios valores y beneficiosas para todas las partes; para servir con generosidad a quienes les rodean; para construir un legado que perdure en el tiempo y trascienda la propia vida. En síntesis, volver sobre sí y trascenderse a uno mismo constituyen, juntos, la sístole y la diástole de la espiritualidad humana. 

En el ámbito organizacional, la inteligencia espiritual favorece el acceso a las motivaciones, valores y fuentes de significado más profundas, fortaleciendo la identidad cultural; permite la asunción consciente y responsable del impacto positivo y negativo que se genera en el otro y en el sistema; beneficia el alineamiento de las acciones, operaciones y decisiones diarias en torno al propósito de la organización y las necesidades de los stakeholders, alentando la innovación continua y la búsqueda activa de nuevas formas de añadir valor a la sociedad.

La inteligencia espiritual está demostrando ser importante tanto para nuestra vida personal como profesional. El contexto presente ha evidenciado que nuestra sed de sentido, nuestro anhelo de trascendencia y nuestro deseo de conectar con las personas, evidenciados en las circunstancias adversas, constituyen potentes motores de crecimiento para el ser humano y los mejores aliados para levantarse, reinventarse y alcanzar el máximo potencial. Dado que dedicamos una considerable fracción de nuestra vida al trabajo, es importante que nuestras necesidades espirituales hallen en nuestras labores un espacio seguro para su cultivo. Será importante que, a la hora de rediseñar la nueva normalidad de las empresas, incluyamos las necesidades espirituales en nuestra agenda, aprovechando la flexibilidad del teletrabajo al igual que los beneficios de las tecnologías digitales para satisfacerlas. En suma, es esencial migrar hacia un estilo de vida renovado, que favorezca tanto la búsqueda del ser como las necesidades del hacer y tener, es decir, hecho a la medida del ser humano en su totalidad.

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