¿Has oído hablar de la “bicicleta inversa”? Es una bicicleta común y corriente, pero modificada para que, cuando gires a la derecha, tu bicicleta vaya a la izquierda, y viceversa. Destin Sandlin, un conocido ingeniero y youtuber estadounidense, la inventó con el propósito de demostrar la maravillosa capacidad de aprendizaje de los seres humanos. Tras ocho largos meses de esfuerzo, Sandlin logró desaprender su forma “normal” de montar bicicleta y aprendió a manejarla según los nuevos estándares de normalidad. Probablemente estés pensando lo mismo que yo: si tardó ocho meses en reaprender a montar una bicicleta inversa, ¿cuánto nos tardaremos nosotros en desaprender nuestra forma de vivir, relacionarnos, comunicarnos y trabajar, considerando que el panorama post-pandemia será el de una nueva normalidad, con reglas de juego tan distintas como el timón de aquella bicicleta? A ciencia cierta, no sabemos cuánto nos tarde, pero sabemos que podremos hacerlo. Los seres humanos, si algo somos, es una especie altamente adaptable, capaz de aprenderlo prácticamente todo. ¿No es esa la gran lección que nos deja la pandemia?
Antes se creía que el aprendizaje estaba restringido a una determinada etapa de nuestras vidas: la infancia, la adolescencia y la juventud para ser exactos. Transcurridos estos años maravillosos, llenos de lecciones, lo propio ya no era aprender, sino producir. Hoy entendemos que aprender constituye una necesidad humana y, como tal, no se agota en la edad temprana, sino permanece a lo largo de nuestra vida. En términos profesionales, desistir de aprender significa arriesgarnos a volvernos obsoletos frente a los nuevos desafíos y necesidades de un mercado en permanente cambio. La capacidad de aprender a aprender (learnability en inglés) se ha convertido en una de las competencias más cotizadas de nuestro tiempo y constituye, en el corto plazo, un diferencial indiscutible, que puede determinar nuestro éxito o fracaso.
Según Carol Dweck, psicóloga de la Universidad de Stanford, nuestra mentalidad determina qué aprendemos, cómo aprendemos y si aprendemos algo en absoluto. Una mentalidad fija sostiene que la inteligencia es estática; luego, importará mucho parecer inteligente, aunque ello suponga evitar desafíos, ignorar críticas y comentarios y abstenerse de realizar esfuerzos. Entenderse a sí mismo como autoridad y gurú en algo acaba, paradójicamente, en dejar de aprender. Porque asumes que has alcanzado tu máximo potencial, tu sed de conocimiento se apaga. Por otro lado, cuando adoptas una mentalidad de crecimiento, continúas buscando aprender. No tienes miedo de probar cosas nuevas o incluso de cometer errores, porque todas estas son oportunidades de aprendizaje. Y esto te brinda una gran ventaja competitiva. Una mentalidad de crecimiento cree que la inteligencia puede siempre desarrollarse. El deseo de aprender lleva a perseverar frente a los desafíos, a aprender de la retroalimentación y a hallar inspiración en el éxito de los demás.
Necesitamos pasar de pretender ser sabelotodos a convertirnos en verdaderos apréndelo-todo. Y necesitamos hacerlo tanto a nivel individual como organizacional. Las culturas ganadoras han adoptado a nivel corporativo una mentalidad de aprendizaje continuo. Un claro ejemplo de ello es Microsoft, que experimentó un sorprendente renacimiento desde la llegada de Satya Nadella como CEO. Nadella transformó un clima de competitividad insana y conformismo frente al statu quo en un hub de innovación permanente, implementando tres poderosas preguntas: ¿qué tan exitosos somos al crear nuevos productos, servicios o modelos comerciales?; ¿qué tan efectivos somos para adaptarnos a nuevos cambios o interrupciones?; ¿qué tanto nuestra cultura celebra y recompensa el riesgo, el aprendizaje y el fracaso inteligente? A la par, instauró iniciativas como el día del aprendizaje trimestral, fecha en que el trabajador se dedicaba de lleno a aprender algo nuevo, sin necesidad de pedir permiso a nadie. Con estos gestos, acompañado de su testimonio de aprendizaje continuo (porque Nadella siempre estaba leyendo algún libro nuevo o pidiendo feedback a todos, sin importar su cargo o posición), caló la idea de que el aprendizaje no puede ser lo primero que quitemos de nuestra lista de pendientes cuando estemos ocupados, sino más bien constituye la piedra angular sobre la cual construimos el edificio que queremos ver mañana.
Para aprender, muchas veces tenemos que desaprender. Y no porque nuestro cerebro sea como un disco duro de capacidad limitada. De hecho, la capacidad de aprendizaje del cerebro humano es impresionante y desafía nuestras más descabelladas expectativas. Sucede, más bien, que una de las fuentes más privilegiadas de aprendizaje son nuestros errores –los propios, ajenos y comunes–, y que muchas veces, en lugar de aprender de ellos, los barremos bajo la alfombra. El que mira al error como fracaso difícilmente podrá sacarle el jugo, pero tampoco le sacará el jugo quien yerra, evalúa pero no desaprende para reaprender. Se dice que es locura hacer una y otra vez lo mismo, esperando resultados diferentes. Por tanto, debemos aproximarnos a los errores como “pruebas de hipótesis” o “experimentos rápidos”, que proporcionan información valiosa y confiable: por allí no hay que ir; intentemos por otro lado. De tanto intentar, hallaremos tarde o temprano el camino correcto.
Caminante, no hay camino; se hace camino al andar, dice otro refrán. Y tiene razón. Los senderos de trocha son el resultado del repetido andar de los caminantes. De modo similar, al aprender, cierta experiencia, a causa de su repetición o intensidad, queda impresa en nuestra memoria a modo de recuerdo, formándose una suerte de “ruta neuronal” que nos dispone a repetir cierta respuesta frente a un determinado escenario o estímulo. Si percibimos que tal respuesta no es la indicada o la esperada, tenemos el derecho y, a veces, la obligación de desandar el camino, o, en términos de aprendizaje, de desaprender lo aprendido, para entonces poder reaprender.
¿Qué es bueno desaprender? En primer lugar, los malos hábitos, aquellos que no nos favorecen en términos de crecimiento y desarrollo humano, que no nos hacen más felices ni tampoco más funcionales. De igual manera, las creencias o mentalidad fijas, que nos limitan de antemano. Al mismo tiempo, maneras de relacionarnos y comunicarnos que dificulten la conexión y la empatía con el otro. Sin mencionar respuestas emocionalmente poco inteligentes, que acaban por sernos nocivos y hacer daño a los otros. Y, por supuesto, conocimientos desfasados, irrelevantes o, por qué no, equivocados y falsos. Nadie es dueño de la verdad y todos juntos tenemos cada vez más acceso a ella, gracias al avance de la ciencia y las nuevas tecnologías, de manera que importa en gran medida estar siempre abiertos a innovar, acoger lo inédito y cambiar para mejor cada vez que sea necesario.
En el contexto de un mundo altamente cambiante, donde la digitalización ha acelerado aún más la generación de contenidos de valor y la accesibilidad a herramientas que nos abren puertas que ni siquiera esperábamos, reaprender es un imperativo. En el ámbito profesional, tendencias incipientes como el reskilling, el upskilling y el outskilling –juntas forman el superlearning, según un reciente estudio de Deloitte– han cobrado una gran relevancia casi de la noche a la mañana, convirtiéndose en un infaltable para el futuro de las empresas. Si en verdad tenemos la intención de permanecer vigentes en un mercado altamente competitivo, en el que los puestos de trabajo tradicionales desaparecen poco a poco, dando paso a una nueva normalidad laboral, requerimos de skills que nos permitan generar aquel valor que la inteligencia artificial jamás podrá producir.
En conclusión, aprender, desaprender y reaprender es un arte o, por qué no, hasta una disciplina olímpica. Exigen esfuerzo, pero pagan con creces. Cultivar nuestra learnability es la clave para tener una mentalidad ganadora y es el imperativo para el hoy y mañana de nuestro crecimiento.