Socialmente responsables

Han pasado once años desde que la plataforma Deepwater Horizon, propiedad de la petrolera británica BP, fuese responsable del mayor derrame accidental de crudo en la historia. A raíz de la explosión y hundimiento de la torre petrolífera, once personas perdieron la vida y 795 millones de litros de oro negro fueron vertidos sobre las aguas del Golfo de México durante 87 días, ocasionando pérdidas equivalentes a $65M y la afección de incontables especies marítimas. Lo más impactante de todo esto fueron quizás las funestas declaraciones del entonces CEO de BP, Tony Hayward, quien, días después de haber afirmado que asumirían total responsabilidad ante el accidente, confesó ante la prensa que nadie más que él quería que la situación acabase, ya que solo quería “volver a tener una vida”. Los medios internacionales criticaron duramente estas palabras y el modo cómo gestionó la crisis, lo que eventualmente llegó a forzar su renuncia. Más allá de ello, esta compleja situación dio pie a una importante pregunta: ¿hasta qué punto deben las empresas responsabilizarse del impacto que generan con sus acciones y omisiones? Dicho de otro modo, ¿el compromiso que asumen frente a las consecuencias previstas e imprevistas de sus operaciones es algo que las obliga, o está sujeto a su libre albedrío y altruismo? 

Para llegar a una respuesta satisfactoria, es necesario escarbar un poco en los anales de la historia. Curiosamente fue en Gran Bretaña, cuna de BP, que la primera legislación referente a derechos del trabajador vería la luz. En el contexto de la Revolución Industrial y la configuración de las nuevas relaciones laborales, el filósofo inglés John Stuart Mill manifestó: ““El valor de una nación no es otra cosa que el valor de los individuos que la componen”, defendiendo a muchos que, en aras de la productividad, padecían injusticia y maltrato laboral por parte de una industria que no se sentía responsable más que de pagarle un salario. Con el correr de los años, diversos reclamos y discusiones permitieron la progresiva reivindicación de la dignidad del trabajador: las luchas por el reconocimiento de derechos que hoy en día son fundamentales dieron lugar, entre otros beneficios, a la jornada de ocho horas y las primeras coberturas por accidentes de trabajo y enfermedades relacionadas.

Fruto de ello, décadas después una larga lista de derechos y reconocimientos laborales cruzaría el Atlántico y sería incorporada por la potencia económica que gobernaría el mundo a partir del siglo XX: Estados Unidos. El continuo afianzamiento de una economía de mercado en el mundo occidental continuaría alterando las relaciones entre empresa, trabajadores y comunidad, hasta aproximadamente el fin de la bipolaridad en 1991 y la eventual consolidación de una economía interconectada y globalizada. A raíz de estos cambios, la salvaguarda del trabajador logró una aceptación universal, concretándose acuerdos internacionales y creándose órganos reguladores que apremiaron y acentuaron la necesidad de una “responsabilidad social corporativa”, concepto que, a la fecha, forma parte del argot empresarial.

La responsabilidad social corporativa no se limita al cumplimiento de un ordenamiento legal, sea enmarcado por la Organización Internacional del Trabajo o por la normativa del país donde una organización opera: constituye, por sobre todo, un compromiso libre y consciente de la empresa con la gran comunidad que la rodea. Tal como establece el Pacto de las Naciones Unidas, redactado al iniciar el nuevo milenio, y ratifican los postulados de la Guía de responsabilidad social o ISO 26000, publicada por la Organización Internacional de Normalización a fines de 2010, las organizaciones socialmente responsables se comprometen a reconocer, respetar y promover los derechos humanos, laborales y ambientales, precisamente porque son conscientes de la importancia de su labor para el desarrollo sostenible y el bienestar global. En adhesión a los lineamientos de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, establecidos por la ONU en el 2015, las corporaciones reafirman su compromiso con un mañana sostenible, proyectando a largo plazo el impacto que pueden legar a las generaciones futuras.

Lo que nació bajo forma de disposiciones legales que obligaban a las empresas a hacerse cargo del impacto negativo de sus acciones fue madurando, evolucionando y extendiéndose, hasta el punto de abarcar a toda la red de stakeholders: colaboradores, directivos, clientes, accionistas y proveedores, además del aparato gubernamental, el medio ambiente y la sociedad entera. En este contexto, las organizaciones de hoy procuran disponer de herramientas y políticas que les permitan satisfacer las demandas provenientes de tan diversos frentes. Esta inversión, al fin y al cabo, termina siendo altamente beneficiosa para las propias empresas. Según el parecer de los autores del aclamado libro Capitalismo Consciente, el compromiso responsable con los propios stakeholders es una clave fundamental para consolidarse y sobresalir en un mercado altamente competitivo como el actual. 

Contrario a lo que comúnmente se cree, la responsabilidad social corporativa difiere totalmente del altruismo empresarial, precisamente porque la una es un compromiso sostenido en el tiempo y nacido de una conciencia genuina hacia todas las partes implicadas y el impacto tanto positivo como negativo que la empresa pueda tener en ellas, mientras que la otra se limita a contribuir de forma espontánea, arbitraria y desinteresada con el bienestar de cualquier particular, sin asumir una relación de compromiso a largo plazo. Tanto la una como la otra son loables, pero antes que empresas benefactoras, altruistas y generosas con terceros, necesitamos compañías realmente responsables con la generación de valor para las personas, el cuidado de los suyos y el arraigo de una economía consciente, que beneficie a todos.