TELETRABAJO: EL DESAFÍO LABORAL DE LA PANDEMIA
¿Quién diría que aquel ordinario viernes, cuando nos despedíamos de nuestros colegas con ese satisfactorio “¡buen fin de semana!”, sería la última vez que trataríamos cara a cara con ellos, al menos por los próximos tres, cuatro o sabe Dios cuántos meses? Ni el ojo más avizor habría anticipado el escenario que hoy estamos viviendo. De la noche a la mañana, nuestro ya cambiante mundo dio un giro radical, sin precedentes. Es increíble cómo un microscópico virus ha logrado desbaratar nuestro habitual estilo de vida en tan corto tiempo, alterando de forma inédita las reglas de juego de la sociedad y del mercado.
Uno de los principales afectados por la pandemia ha sido, innegablemente, el ámbito laboral. En tiempo récord, millones de trabajadores nos vimos obligados a abandonar la oficina para migrar, por tiempo indefinido, a un improvisado cubículo casero. Desde un inicio, acudimos al teletrabajo cual salvavidas y, mal que bien, tal recurso demostró ser una solución alturada frente a los reveses de la coyuntura (aunque, definitivamente, no resultó ser la panacea de la que los expertos habían hablado durante años). Un considerable segmento de la población laboralmente activa no corrió la misma suerte, viéndose forzado a suspender súbitamente sus labores o, en el peor de los casos, a quedarse inopinadamente sin empleo.
Trabajar a distancia traía consigo nuevos desafíos. Entre ellos, requería contar con un vasto abanico de competencias y habilidades, tanto duras como blandas, a fin de garantizar cuotas de rendimiento conformes con los estándares de desempeño. Claro está que, en un contexto de emergencia, no hubo ocasión de capacitarnos anticipadamente, de manera que todos, sin excepción, tuvimos que aprender a tropezones y un tanto sobre la marcha. Con total certeza, cada cual habrá echado mano de recursos y herramientas que, en general, resultan útiles al sobrellevar situaciones de esta índole: mejores prácticas, motivadores, hábitos y creencias de lo más diversas (según las distintas personalidades, estilos de trabajo y etapas de la vida).
Con el correr de los meses, muchos teletrabajadores nos dimos con la agria sorpresa de que, si bien trabajar a distancia ya no era tan complejo como al inicio, sí que nos costaba cada día más rendir al ritmo de antes. La tentación de procrastinar nos rondaba incesantemente por la cabeza. Tímidamente al inicio, desvergonzadamente después, las distracciones pululaban a nuestro alrededor. Nuestra actitud, compromiso y esfuerzo empezaban a flaquear; nuestra voluntad amenazaba con ceder; el cansancio acumulado ganaba, palmo a palmo, la batalla.
“DARLO TODO”
Muchos de nosotros jugamos todas nuestras fichas por el habitual “vamos para adelante”, lo que es lo mismo que decir: “querer es poder”, “solo es cuestión de voluntad”, “el que la sigue, la consigue”, y “está completamente en mi poder decidir cuán bien rindo en esta coyuntura”. La implícita presión de alcanzar sí o sí las metas proyectadas, unida a la preocupación frente al riesgo real de perder en cualquier momento nuestro trabajo, se tradujo espontáneamente en un notorio incremento del tiempo dedicado a laborar (mayor, incluso, al número de horas invertidas cuando asistíamos a la oficina). De acuerdo con estudios recientes, se estima que la jornada laboral habría aumentado, al menos, en una hora diaria durante el confinamiento.
Se decía que el teletrabajo solucionaría el desequilibrio entre vida personal y profesional, o que, al menos, reduciría considerablemente la brecha entre ambos. No solo no ocurrió esto; sucedió, precisamente, todo lo contrario. Empezamos a laborar más, y más, y más, hasta que llegó el momento en que, naturalmente, el trabajo lo invadió todo. Al hacer de la casa nuestra oficina, poco a poco se desdibujaron las fronteras entre lo laboral y lo privado. Desprovistos del descanso y la renovación que el hogar nos proporciona, no hallamos cómo reponernos del malsano ritmo de sobreexigencia al que nos habíamos sometido y no pudimos sino bajar, eventualmente, los brazos extenuados.
¿Qué esperábamos? Me refiero: ¿en serio creímos que era humanamente posible exigirnos más allá de nuestros límites, sin mayor consecuencia? “A más empeño, mejores resultados” –nos decíamos–. ¿Era eso cierto? Quiero decir: ¿realmente bastaba con “ponerle más punche” para conseguir, casi por arte de magia, los resultados proyectados desde un inicio? ¿No sería más bien que debíamos cambiar algo distinto, más allá de la actitud?
El problema no es apostar por mis propias fuerzas: eso es válido, importante y necesario. El verdadero problema es creer que, solo apoyándome en mi fuerza de voluntad, puedo hallar solución para todos los problemas de la vida. En sencillo, que solo ‘exigiéndome un poco más’ y ‘dando el extra’ puedo resolver cualquier situación compleja. Toda gestión del cambio, por más pequeña que esta sea, no se sostiene a largo plazo cuando es superficial, esto es, cuando empieza solo por mudar conductas o actitudes externas. Para ser realmente efectiva, debe empezar desde dentro, es decir, desde lo profundo, para luego proyectarse hacia afuera.
“Darlo todo” es un peligroso y disimulado eufemismo. Significa, en términos prácticos, hacer del logro de resultados la máxima de nuestra conducta, bajo el pretexto de la productividad. Claro está, de una productividad mal entendida o, mejor aún, no entendida en absoluto. Y es que, simple y llanamente, ser productivo no es “trabajar más horas”, ni tampoco “trabajar más rápido”, ni mucho menos “hacer el mayor número de actividades al mismo tiempo”. Se trata de trabajar mejor, no de “ponerle más punche”. El solo esfuerzo no basta. Es loable, sí, y necesario, pero no basta para generar cambios.