NO SOMOS MÁQUINAS
En el marco de un mercado tan competitivo como el nuestro, el éxito no llega por arte de magia. Hacer la diferencia hoy es sinónimo de altas cuotas de eficacia y productividad, y no solo a título personal, sino, principalmente, a nivel colaborativo. Detrás de toda gran empresa, existe no uno, sino decenas, cientos e incluso miles de trabajadores, dando día a día lo mejor de sí.
Con el tiempo, sin embargo, por el simple hecho de que los colaboradores no somos máquinas sino humanos, empezamos a padecer –contra nuestra voluntad, seguramente– los reveses del cansancio acumulado. Nuestros cuerpos empiezan a enviar alertas de que algo anda mal: cuadros de insomnio recurrentes, distracciones incesantes, gran irritabilidad, “inexplicables” crisis de ansiedad, o acaso las infaltables migrañas, gastritis y contracturas musculares. En suma, la sintomatología somática propia del burnout o “síndrome del trabajador quemado” (mencionada en nuestro post anterior).
No es sino cuando empiezan los temidos memos por bajo rendimiento que, sabiéndonos entre la espada y la pared, nos vemos obligados a hacernos cargo. Lamentablemente, no siempre decidimos lo más adecuado: en lugar de intervenir el “cáncer”, nos creemos capaces de sobrellevarlo y acabamos dilatando lo inminente. Porque muchos, convencidos de que tomar unas vacaciones o, simple y llanamente, hacer una breve pausa sería un lujo inadmisible (¡una irresponsabilidad con nuestras agendas siempre saturadas de pendientes y donde no cabe un post-it más!), así como un serio riesgo para nuestra continuidad en el puesto, nos engañamos diciendo que solo es cuestión de ponerse la camiseta y dar el extra una vez más. Y así, ignorando olímpicamente todas las “alertas” que emite nuestro organismo, seguimos adelante… hasta que colapsamos.
ERRAR ES HUMANO
¿Por qué, advirtiendo que no damos más y sabiendo, en el fondo, que lo más prudente es detenernos y descansar siquiera un momento, hacemos exactamente todo lo contrario? ¿Por qué nos auto-imponemos cargas laborales que no podemos soportar, colocando en riesgo nuestra salud y calidad de vida, y relegando al olvido otros muchos ámbitos igualmente importantes (como nuestras familias, amistades, aficiones, sueños, proyectos)?
Byung-Chul Han, célebre filósofo surcoreano, nos ofrece un sugerente punto de vista. Según apunta, vivimos inmersos en una “sociedad del rendimiento”, que censura enérgicamente el fracaso y lo califica, tanto implícita como explícitamente, como incompatible con el éxito profesional. He ahí que, alineados con los “valores” de esta atmósfera cultural, nos sintamos compelidos a auto-castigarnos y culparnos cada vez que no alcanzamos los objetivos y estándares de desempeño trazados por la sociedad. Lo peor de todo, sin embargo, no radica en el hecho de que nos reprendamos duramente por nuestras faltas, sino que creamos obstinadamente que hacerlo es algo completamente normal, y hasta necesario.
No se trata de hincarnos de hombros ante nuestras equivocaciones, sino de aprender a ser connaturales con ellas, otorgándoles el lugar y la importancia que merecen. El primer paso será siempre aceptar que no hay persona sobre la faz de la tierra que no se equivoque (sí, también nosotros). Decía Theodore Roosevelt que “el único hombre que jamás comete errores es el hombre que jamás hace nada”. Luego, no hay inconveniente en que fallemos de cuando en cuando, o incluso continuamente, porque todos, absolutamente todos, somos imperfectos. En boca de Cicerón: “Errar es humano; solo los necios perseveran en el error”.
El verdadero problema no radica, pues, en que nos equivoquemos, sino en que barramos nuestros fallos bajo la alfombra, sin corregirlos (¡cómo si disimularlos los esfumase!) ni aprovecharlos como ocasión para el aprendizaje. Podemos constatar entre nosotros un miedo profundo, generalizado y sobredimensionado al fracaso. Un “horror al error”. ¡Cuánto nos cuesta decir, con todas sus letras, “metí la pata… me hago responsable”! Queda claro que la toxicidad de culturas laborales que propinan a cada fallo una “bien merecida” punición no hacen sino fomentar, incentivar y exacerbar esta aprensión inconsciente a nuestros defectos.
FRACASOS INTELIGENTES
¿Cómo lidiar con nuestros fracasos en una civilización con alergia al error? Felizmente, no somos los primeros en abordar esta cuestión. Desde hace un tiempo, ciertas organizaciones vienen aproximándose al error desde una óptica novedosa, con resultados bastante favorables. Conscientes de que para innovar es necesario iterar, empresas de la talla de Google, Amazon y Pixar hoy apuestan por políticas, culturas y climas institucionales que incentivan, reconocen e incluso premian la osadía y confianza de todos aquellos que arriesgan, experimentan y abrazan lo disruptivo, sea cual sea el desenlace de sus esfuerzos.
Para fallar mejor, hay que fallar temprano. Quizás el caso más ilustrativo al respecto es el de Toyota. Pioneros y difusores de una metodología original (kaizen) que les valió una amplia ventaja competitiva en el desarrollo de nuevas tecnologías (como los motores híbridos), esta compañía halló la clave del éxito en una cultura de “amor al error”. Al implementar el sistema de control “Andon” –diseñado para que todos y cada uno de los colaboradores puedan alertar in situ sobre cualquier desperfecto detectado, tirando de un cordón que detenía temporalmente la cadena de producción–, Toyota construyó un clima institucional de corresponsabilidad, empoderamiento y confianza. Todo aquel que ayudase a la empresa a “aprender” de sus errores era públicamente felicitado, porque, al hacerlo, la empresa evitaba pérdidas millonarias a largo plazo, al mismo tiempo que garantizaba el máximo bienestar de sus futuros usuarios.
Los errores no son problemas, sino oportunidades doradas que tantas veces desmerecemos. Ante una realidad tan compleja y un mercado tan volátil, estos nos ofrecen un insight invaluable de realismo, tan necesario para confrontar la viabilidad de nuestras propuestas y proyectos. Es mejor verificar nuestros “prototipos” en entornos seguros (llámese laboratorios, gimnasios, ‘dojos’), diseñados para un óptimo aprendizaje, que exponernos a “sorpresas” desagradables sobre la marcha. Hoy, más que nunca, fallar es una necesidad, no un lujo. Necesitamos fallar para aprender. Y necesitamos aprender si queremos prosperar, destacar, trascender y mejorar continuamente.